Antonio Eguino, Chuquiago de ayer y hoy

Por:Diego Loayza *
Actores y técnicos durante la filmación de Chuquiago

El cine y la ciudad constituyen una pareja que ha consolidado un matrimonio estético único y del cual se podrían escribir vastos tomos: la Viena críptica de Carol Reed en El tercer hombre o la destapada y kitsch Madrid de Almodóvar son un par de ejemplos de la alquimia que existe en ese eléctrico encuentro entre la urbe, la cámara de cine y el ojo del autor.

La Paz no escapa a este sobrecogedor idilio; con el pasar de las décadas hemos visto en pantalla grande perspectivas sumamente diferentes y poderosas: desde la abismal y caligariana La Paz de Jorge Sanjinés hasta la tierna mirada en tono sepia que emana de ésta en la nueva película digital Hospital Obrero de Germán Monje, se puede constatar que la magia de la ciudad a través del cine no es ajena a la realidad y está muy lejos de serlo.

Dentro de esta gama de visiones y “versiones” de La Paz, surge una película con una búsqueda que implica muchos desafíos y peligros: Chuquiago, de Antonio Eguino, un importante filme en la historia del cine boliviano y, sin duda, la obra más acertada de este realizador. De los mentados desafíos, el primero, y el más importante, radica en el título: no son muchas las películas que osen retratar una ciudad entera y, menos aún, que se llamen como ella.

Manhattan de Allen o Roma de Fellini son escasos ejemplos. La ciudad, cualquiera que sea, es muy compleja sociológica y estéticamente. Las relaciones que se tejen son inabarcables para una sola mirada; cada habitante tiene su versión parcial de la urbe que habita: hay tantas urbes como miradas se posen sobre ella. ¿Cómo hacer abstracción de la propia mirada? ¿Cómo lograr una visión panorámica? ¿Cuál es la esencia a extraer? ¿Los edificios? ¿Las personas? ¿La geografía? ¿Los oficios? ¿La cultura? ¿Todo eso junto? A pesar de la confusión que esta problemática genera, por su orden, su estructura narrativa y su construcción de personajes, Chuquiago sale a flote.

¿Cómo logra esta película acertar en su propuesta de síntesis cinematográfica de La Paz? Usando los principios que inspiraron a Max Weber en su metodología sociológica: a través de tipos, construcciones ideales que subsuman cualidades significativas de colectivos, y sean capaces de representarlos con fines de inteligibilidad. El guión, remarcable trabajo, se basa en una estructura fuerte: cuatro personajes, cuatro historias.

Si en el Distrito Federal de González Iñárritu, maravillosamente retratado en Amores perros, es el choque, la violencia la que une a las historias; en Chuquiago ese encuentro no existe y los relatos transcurren independientes; vidas paralelas sin jamás cruzarse. Esa decisión no es casual sino que obedece a una lógica de fuerte estratificación social que se deja leer en la urbe andina. Así pues Isico, Johnny, Carloncho y Patricia encarnan cuatro estratos sociales, impermeables los unos a los otros, que se extienden por la geografía vertiginosa de La Paz.

La elección del nombre tampoco es casual: el nombre aymara de la urbe hace directa referencia al río: “La ciudad del río de oro”, es ese el nombre críptico, casi iniciático, de La Paz que tiene una sobredeterminación de espíritu aymara. Dentro de esta cosmovisión es sabida la importancia del ciclo de las aguas como determinante de los diferentes “mundos” o pisos ecológicos. Asimismo, Chuquiago es una ciudad delimitada por diferentes “pisos” socioeconómicos; la trayectoria del río marca estos espacios sociales y, por ende, simbólicos.

Dentro de esta lógica de la cuaterna, cada uno de los personajes vendrá a ocupar uno de los cuatro “pisos” socioeconómicos de la ciudad, situación que se puede resumir de la siguiente manera: el primero, el de Isico, ocupa las alturas —no en vano empieza en “El Alto de La Paz”— y es habitado por la clase más pobre. Este espacio se encuentra en íntima relación cultural con el campo y está básicamente poblado por emigración campesina (aymara).

El segundo piso abarca las laderas, los barrios de Churubamba, Villa Victoria, Cementerio, Tembladerani, etc. Todo este perímetro implica zonas marginales que, sin embargo, ya no guardan esa relación con la tradición del campo y se han constituido como una auténtica cuna de lumpen paceño. Allí se desarrolla la historia de Johnny.

En tercer lugar tenemos al centro urbano e histórico de La Paz ocupado por la burocracia estatal e instituciones derivadas, así como de una clase media en pos de “escalar” socialmente; allí se vislumbran juegos de poder, dinero y vanidad: valores y antivalores occidentales que son encarnados por Carloncho.

Para terminar, río abajo, se encuentra la zona Sur, hábitat de Patricia, en las entrañas de la abismal hoyada. El espacio es poblado por élites que extienden sus ideales europeos y americanos a través de calles atestadas de mansiones más o menos sofisticadas. La punta de la pirámide estatal y empresarial, además de otros sectores de éxito, habita este piso socioeconómico.

Han pasado más de 30 años del estreno de Chuquiago y se impone un análisis sobre los cambios que, en este tiempo, han acaecido en Bolivia y el mundo, y la manera en que han afectado la vida urbana de La Paz: el fin de las dictaduras en América Latina, la caída de la URSS, el advenimiento indígena al poder, el nacimiento (y crecimiento) de El Alto, la aparición de nuevas élites estatales, el florecimiento de élites empresariales en los barrios populares (Eloy Salmón, Buenos Aires, Isaac Tamayo) son signos efectivos de que, en tres décadas, muchas cosas han cambiado.

Sin embargo, es innegable que, en muchos aspectos, la lectura de Chuquiago sigue vigente y aporta lucidez. Es difícil objetar que la película sea sumamente pesimista y portadora de un trasfondo arguediano; probablemente ésa sea su fuerza: su crudo realismo, su fría objetividad. El autor, casi en un manifiesto anti-saenzeano, apuesta por una realidad que no es la realidad mágica y romántica del poeta.

El largometraje se centra en los elementos problemáticos de La Paz desde una perspectiva sociológica; la imagen denuncia, pone en manifiesto, aclara. La película, para lograr esa mirada panorámica, debe operar mediante esa abstracción y hacer a un lado toda la realidad “encantada” o, simplemente, subjetiva de la ciudad.

El racismo, el alcoholismo, la inexistente movilidad social, la frustración respecto del propio posicionamiento social (comunes denominadores de los cuatro pisos retratados) son rasgos que siguen en uso y si bien han disminuido apenas o se han disimulado más, son actuales flagelos en nuestra ciudad.

Esa aguda y dolorosa mirada le da a Chuquiago una vigencia que parece trascender las décadas. Es ese aspecto el que hace de esta película una de las pocas de nuestro cine que satisface a cabalidad las grandes pretensiones sociohistóricas planteadas en su guión, y lo hace evitando caer en la caricatura o el estereotipo, tan presentes y perjudiciales en otros (escasos) intentos de grandes producciones en Bolivia.

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